Tiempo de Adviento.


"Año Litúrgico" 
Dom Gueranger 

-

CAPITULO I 
HISTORIA DEL ADVIENTO 

SU NOMBRE. — En la Iglesia latina, se da el nombre de Adviento al tiempo destinado por la Iglesia para preparar a los fieles a la celebración üe la fiesta de Navidad, aniversario del Nacimiento de Jesucristo. El misterio de este gran día merecía sin duda el honor de un preludio de oración y penitencia: pero es imposible determinar de una manera cierta la época en que fué instituido este tiempo de preparación, que sólo más tarde recibió el nombre de Adviento [1].

El Adviento se puede considerar bajo dos puntos de vista diferentes: como un tiempo de preparación propiamente dicha al Nacimiento del Salvador, por medio de prácticas de penitencia, o como un conjunto de oficios eclesiásticos, organizado con el mismo fin. Ya desde el siglo v nos hallamos con la costumbre de hacer exhortaciones al pueblo para prepararle a la fiesta de Navidad; hasta nos quedan dos sermones de San Máximo de Turín sobre este objeto, sin mencionar otros muchos atribuidos antiguamente a San Ambrosio y a San Agustín, y que parecen ser de San Cesáreo de Arlés. Aunque estos monumentos no nos precisan todavía la duración y los ejercicios que se practicaban en este santo tiempo, al menos nos es dado ver en ellos la antigüedad de una práctica que señala con predicaciones especiales el tiempo de Adviento. San Ivo de Chartres, San Bernardo y algunos otros doctores de los siglos XI y XII nos han dejado sermones especiales de Adventu Domini, completamente distintos de las Homilías dominicales sobre los Evangelios de este tiempo. En las Capitulares de Carlos el Calvo, del año 846, los Obispos advierten a este príncipe que no debe alejarlos de sus Iglesias durante la Cuaresma, ni durante oJ Adviento so pretexto de asuntos de Estado o de alguna expedición militar, porque ellos tienen deberes particulares que cumplir durante ese tiempo, sobre todo el de la predicación.

Un antiguo documento donde se encuentran precisados ya el tiempo y las prácticas del Adviento, aunque de manera poco clara todavía, es un pasaje de San Gregorio de Tours, en el segundo libro de su Historia de los Francos en el que cuenta que San Perpetuo, uno de sus predecesores que ejercía su cargo hacia el año 480, había determinado que los fieles debían ayunar tres veces a la semana, desde la fiesta de San Martin hasta Navidad [2]. ¿Establecía San Perpetuo, por esta ordenación, una nueva observancia o sencillamente sancionaba una ley ya establecida? Imposible determinarlo hoy día con exactitud. Notemos solamente que existe un período de cuarenta días o más bien de cuarenta y tres días expresamente señalado y consagrado a la penitencia como otra Cuaresma, aunque menos rigurosa [3].

Poco después nos hallamos con el canon nueve del primer concilio de Macón, celebrado en 583, el cual ordena que durante el mismo intervalo de San Martín hasta Navidad, deberá ayunarse los lunes, miércoles y viernes y que se celebrará el sacrificio según el rito de la Cuaresma. Algunos años antes, el segundo Concilio de Tours, celebrado en 567, obligaba a los monjes a ayunar desde principios del mes de diciembre hasta Navidad. Esta práctica penitencial se extendió pronto a toda la cuarentena, obligatoria también para los fieles, dándosele vulgarmente el nombre de Cuaresma de San Martín. Las Capitulares de Carlomagno, en el libro sexto, no dejan lugar a duda; y Rabano Mauro asegura lo mismo en el libro segundo de su Institución de los Clérigos. Hasta se hacían regocijos particulares en la fiesta de San Martín, la mismo que ahora al acercarse la Cuaresma y en la fiesta de Pascua.


CAMBIOS EN LA OBSERVANCIA. — La obligatoriedad de esta Cuaresma, que naciendo de una manera casi inperceptible había llegado a crecer en lo sucesivo hasta llegar a ser una ley sagrada, se fué relajando poco a poco; los cuarenta días desde San Martín a Navidad quedaron convertidos en cuatro semanas. Ya hemos visto que la práctica de este ayuno había nacido en Francia; de allí se había extendido por Inglaterra, según sabemos por la Historia del Venerable Beda; por Italia, como consta por un diploma de Astolfo rey de los Lombardos (f 753); por Alemania y España [4] etcétera, como se puede ver por las pruebas que aporta la gran obra de Don Marténe sobre los antiguos Ritos de la Iglesia. La primera noticia que encontramos sobre la reducción del Adviento a cuatro semanas parece ser la carta del Papa San Nicolás I a los Búlgaros que data del siglo ix. El testimonio de Ratiero de Verona y de Abdón de Fleury, autores del mismo siglo, sirve también para probar que el acortamiento del ayuno del Adviento era en aquellos días cuestión candente. Es cierto que San Pedro Damiano, en el siglo XI, supone todavía que el ayuno del Adviento duraba cuarenta días, y San Luis, dos siglos más tarde, también lo observaba; pero tal vez este Santo lo practicaba así por una devoción particular.

La disciplina de las Iglesias occidentales, después de haber reducido la duración del ayuno de Adviento, acabó por trasformarlo en una simple abstinencia; y aun se dan Concilios desde el siglo XII, como el de Selingstadt en 1122, que parecen no obligar con la abstinencia más que a los clérigos [5]. El Concilio de Salisbury, en 1281 parece que no lo preceptúa sino para los monjes. Por otra parte es tal la confusión sobre esta materia, sin duda debido a que las Iglesias de Occidente no lo hicieron objeto de una disciplina uniforme, que Inocencio III, en su carta al Obispo de Braga, afirma que la práctica del ayuno durante todo el Adviento, se conservaba todavía en Roma en su tiempo, y Durando, en el mismo siglo XIII y en su "Rationale" asegura de la misma manera que el ayuno era continuo en Francia durante todo el curso de este santo tiempo.

Sea lo que fuere, esta costumbre fue cayendo en desuso poco a poco, de suerte que todo lo que le fue dado hacer al Papa Urbano V en 1362 para detener su desaparición completa, fue obligar a todos los clérigos de su corte a guardar la abstinencia del Adviento, sin hacer mención alguna del ayuno y sin constreñir de ningún modo con esta ley a los demás clérigos y mucho menos a los laicos. San Carlos Borromeo trató también de resucitar en su pueblo milanés, el espíritu, si no la práctica de los antiguos tiempos. En su cuarto Concilio obligó a los sacerdotes a que exhortasen a los fieles a comulgar al menos todos los domingos de Cuaresma y del Adviento, y dirigió también a sus diocesanos una carta pastoral, en la que, después de recordar las disposiciones con que se debe celebrar este santo tiempo, trataba de animarles a ayunar por lo menos los lunes, miércoles y viernes de cada semana de Adviento. Finalmente Benedicto XIV, siendo todavía Arzobispo de Bolonia, y queriendo seguir tan gloriosas huellas, dedicó su undécima Institución Eclesiástica a despertar en el espíritu de sus fieles la elevada idea que los cristianos de otros tiempos tenían del santo tiempo de Adviento, y a combatir un prejuicio existente en aquella región y que consistía en creer que el Adviento concernía sólo a los religiosos y no a los simples fieles. Demuestra que esta afirmación, a menos que se refiera solamente al ayuno y a la abstinencia, es verdaderamente temeraria y escandalosa, puesto que no se puede dudar de que existe, dentro de las leyes y usos de la Iglesia universal, un conjunto de prácticas destinadas a preparar a los fieles a la gran fiesta del Nacimiento de Jesucristo.

La Iglesia griega observa todavía el ayuno del Adviento, pero un ayuno mucho más suave que el de la Cuaresma. Se compone de cuarenta días, contando desde el 14 de noviembre, día en que la Iglesia celebra la fiesta del Apóstol San Felipe. Durante este tiempo se guarda abstinencia de carne, manteca, leche y huevos; pero se puede usar el aceite, vino y peces, cosas prohibidas en Cuaresma. El ayuno propiamente dicho no obliga más que siete días de los cuarenta; a todo el conjunto se le da el nombre de Cuaresma de San Felipe. Los griegos justifican estas mitigaciones diciendo que la Cuaresma de Navidad es institución monacal, mientras que la de Pascua es de institución apostólica.

Pero, aunque las prácticas externas de penitencia que consagraban antiguamente el tiempo de Adviento entre los Occidentales, hayan ido mitigándose poco a poco, de manera que apenas queda vestigio alguno de ellas fuera de los monasterios, el conjunto de la Liturgia de Adviento no ha cambiado, y los fieles deben procurar una verdadera preparación a la fiesta de Navidad, apropiándose su espíritu con esmero.


CAMBIOS DE LA LITURGIA. — La forma litúrgica del Adviento tal cual hoy se conserva en la Iglesia Romana, ha experimentado algunos cambios. San Gregorio (590-604) parece haber sido el primero que compuso este Oficio, que comprendía primeramente cinco domingos, tal como se puede ver en los sacramentarlos más antiguos de este gran Papa. A este propósito se puede también afirmar, siguiendo a Amalario de Metz y a Bernón de Reichenau, los cuales a su vez son seguidos en esto por Don Marténe y Benedicto XIV, que el autor del precepto eclesiástico del Adviento pudiera ser San Gregorio, aunque el uso de dedicar un tiempo más o menos largo a la preparación de la fiesta de Navidad sea de uso inmemorial y la abstinencia y el ayuno de este santo tiempo hayan tenido su origen en Francia. Según eso, San Gregorio habría determinado para las Iglesias de rito romano la forma de los Oficios durante esta especie de Cuaresma y sancionado el ayuno que le acompañaba, dejando a, pesar de todo cierta libertad a las diversas Iglesias para el modo de practicarlo. Como se ve por Amalario, San Nicolás I, Bernón de Reichenau, Ratiero de Verna etc., a partir del siglo ix y x los domingos habían quedado reducidos a cuatro; es el número que trae también el Sacramentario gregoriano trasmitido por Pamelius y que parece haber sido copiado en esa época. Desde entonces no ha variado la duración del Adviento en la Iglesia Romana, habiéndose fijado en cuatro semanas, y cayendo en la cuarta la fiesta de Navidad, a no ser que esta coincida con el Domingo. Por consiguiente a la práctica actual se le puede calcular una antigüedad de mil años, al menos por lo que se refiere a la Iglesia romana; ya que existen pruebas de que algunas Iglesias de Francia guardaron la costumbre de las cinco semanas hasta el siglo XIII [6].

Todavía la Iglesia ambrosiana cuenta seis semanas en su Liturgia de Adviento; y el Misal gótico o mozárabe guarda la misma costumbre. En cuanto a la Iglesia galicana, los fragmentos c¡ue Dom Mabillon nos ha conservado de su liturgia, nada nos dicen a este propósito, pero es lógico opinar con este sabio, cuya autoridad está corroborada por la de Dom Marténe, que la Iglesia de las Galias seguía en este punto, como en otros muchos, las costumbres de la Iglesia gótica, es decir que la Liturgia de su Adviento se componía también de seis domingos y seis semanas [7].

Por lo que se refiere a los Griegos, sus Rúbricas para el tiempo de Adviento se pueden ver en las Menees, a continuación del Oficio del 14 de noviembre. No tienen Oficio propio para el Adviento y durante este tiempo tampoco celebran la Misa de Presantificados, como en Cuaresma. Pero, en los Oficios de los Santos que se celebran entre el 15 de noviembre y la dominica más próxima a Navidad, se hacen frecuentes alusiones a la Natividad del Señor, a la divina Maternidad de María, a la gruta de Belén, etc. El domingo que precede a Navidad, celebran la fiesta que llaman de los Santos abuelos, es decir la conmemoración de los Santos del Antiguo Testamento, con el fln de rememorar el ansia del Mesías. A los días 20, 21, 22 y 23 de diciembre los honran con el título de Ante-Fiesta de Navidad; dominando la idea del misterio del Nacimiento del Salvador toda la Liturgia, a pesar de que celebren en esos días el Oficio de varios Santos.

-

CAPITULO II 
MÍSTICA DEL ADVIENTO 

EL TRIPLE ADVENIMIENTO. — Si, después de haber detallado las características que distinguen al tiempo del Adviento de cualquier otro tiempo, queremos penetrar ahora en las profundidades del misterio que ocupa a la Iglesia durante este período, hallaremos que el misterio del Advenimiento de Jesucristo es a la vez simple y triple. Simple, porque es el mismo Hijo de Dios el que viene; triple, porque viene en tres ocasiones y de tres maneras.

En el primer Advenimiento, dice San Bernardo en el Sermón quinto sobre el Adviento, viene en carne y debilidad; en el segundo viene en espíritu y poderío; en el tercero viene en gloria y majestad; el segundo Advenimiento es el medio por el que se pasa del primero al tercero."

Este es el misterio del Adviento. Oigamos ahora la explicación que Pedro de Blosio nos da de esta triple visita de Cristo, en su sermón tercero de AdvIento: "Hay tres Advenimientos del Señor, el primero en carne, el segundo al alma, el tercero en el día del juicio. El primero ocurrió en medio de la noche, según la frase del Evangelio: Se oyó un clamor en medio de la noche: He aquí el Esposo. Este primer Advenimiento ya pasó: porque Cristo apareció en la tierra y convivió con los hombres. Ahora estamos en el segundo Advenimiento: pero con tal de que seamos dignos de que venga a nosotros; porque El ha dicho que si le amamos, vendrá a nosotros y hará en nosotros su morada. Por consiguiente, este Advenimiento no es para nosotros algo completamente seguro, porque ¿quién, sino solamente el Espíritu divino, conoce los que son suyos? Aquellos a quienes el ansia de las cosas celestiales saca fuera de sí mismos saben cuándo viene, pero no de dónde viene y a dónde va. En cuanto al tercer advenimiento, es seguro que ha de ocurrir; pero muy incierto cuándo ocurrirá: puesto que no hay nada tan cierto como la muerte pero tampoco tan incierto como el día de la muerte. En el preciso momento en que se hable de paz y seguridad, dice el Sabio, aparecerá repentinamente la muerte, como aparecen en el seno de la mujer los dolores del parto, y nadie podrá huir. La- primera venida fué, pues, humilde y oculta, la segunda misteriosa y llena de amor, la tercera será resplandeciente y terrible. En su primer Advenimiento Cristo fué injustamente juzgado por los hombres; en el segundo nos hace justos por la gracia; en el tercero juzgará en justicia a todo lo criado: en el primer Advenimiento fué Cordero, en el último será León, en el segundo Amigo rebosante de ternura".

EL PRIMER ADVENIMIENTO. — La Santa Iglesia aguarda, pues, durante el Adviento con lágrimas e impaciencia la venida de Cristo en su primer Advenimiento. Y así, se hace eco de las ardientes expresiones de los Profetas, a las que añade sus propias súplicas. Las ansias del Mesías no son, en boca de la Iglesia, un simple recuerdo de los anhelos del antiguo pueblo: tienen un valor real, una eñcaz influencia sobre el gran acto de la generosidad del Padre celestial, que nos dió a su Hijo. Desde toda la eternidad, las oraciones reunidas del antiguo pueblo y las de la Iglesia cristiana estuvieron presentes ante el divino acatamiento; y fué después de haberlas oído y escuchado todas, cuando se decidió a enviar en su debido tiempo a la tierra este celestial roclo que hizo germinar al Salvador.


EL SEGUNDO ADVENIMIENTO. — La Iglesia ansia también el segundo Advenimiento, consecuencia del primero, y que consiste como acabamos de verlo, en la visita que el Esposo hace a la Esposa. Este Advenimiento ocurre todos los años en la fiesta de Navidad; un nuevo nacimiento del Hijo de Dios liberta a la sociedad de los Fieles, del yugo de la esclavitud que el enemigo quisiera imponerle. Durante el Adviento la Iglesia pide, pues, ser visitada por el que es su Jefe y Esposo, visitada en su Jerarquía, en sus miembros, vivos unos y otros ya difuntos pero que pueden volver a la vida; y por fln en todos los que no están en comunión con ella, en los mismos infieles para que se conviertan a la luz verdadera, que también para ellos luce. Las expresiones de la Liturgia, que emplea la Iglesia para pedir este amoroso e invisible Advenimiento, son las mismas que aquellas por las cuales solicita la venida del Redentor en la carne; porque proporcionalmente la situación es idéntica. En vano hubiera venido el Hijo de Dios, hace diecinueve siglos, si no volviera a venir para cada uno de nosotros y en cada momento de nuestra existencia, para procurarnos y fomentar en nosotros esa vida sobrenatural cuyo principio es El y el Espíritu Santo.

EL TERCER ADVENIMIENTO. — Pero esta visita anual del Esposo no colma los deseos de la Iglesia: suspira todavía por el tercer Advenimiento que será la consumación de todo y la abrirá las puertas de la eternidad. Conserva en su memoria la última frase del Esposo: He aquí que vengo a su tiempo; y dice con fervor: ¡Ven, Señor Jesús! Tiene prisa por verse libre de la sujeción del tiempo; suspira por ver completo el número de los elegidos y por ver aparecer la señal de su Libertador y Esposo sobre las nubes del cielo. Hasta allí, pues, se extiende el sentido de los deseos que expresa en su Liturgia de Adviento; esa es la explicación de la frase del discípulo amado en su profecía: He aquí las bodas del Cordero, y la Esposa está preparada.

Mas, el día de la llegada del Esposo será también un día terrible. La Santa Iglesia tiembla con frecuencia con el solo pensamiento del tremendo tribunal ante el que comparecerá todo el mundo. Califica a este día de "día de ira, del cual dijeron David y la Sibila que reduciría al mundo a cenizas; día de lágrimas y de espanto. Y no es que tema por sí misma, habiéndose de colocar sobre su frente en ese día la corona de Esposa de un modo definitivo; pero su corazón maternal tiembla ante la idea de que muchos de sus hijos estarán a la izquierda del Juez, y que privados de toda sociedad con los elegidos, serán arrojados para siempre, atados de pies y manos, en las tinieblas donde no habrá más que llanto y crujir de dientes. He ahí la razón por la que se detiene la Iglesia con tanta frecuencia, en la Liturgia de Adviento, a considerar el Advenimiento de Cristo como un Advenimiento terrible y, en las Escrituras, elige los trozos más a propósito para despertar un saludable terror en el alma de aquellos de sus hijos que tal vez duerman en el sueño del pecado.

FORMAS LITÚRGICAS. — Este es, pues, el triple misterio del Adviento. Ahora bien, las formas litúrgicas de que se halla revestido son de dos clases: consisten las unas en oraciones, lecturas y otras fórmulas en que se emplean las palabras para traducir los sentimientos que acabamos de exponer; las otras consisten en ritos externos característicos de este santo tiempo y destinados a completar la expresión de los cantos y de las palabras.

Por el color de duelo de que se cubre, la Santa Iglesia quiere hacer sensible a los ojos del pueblo la tristeza que embarga su corazón. Exceptuando las fiestas de los Santos, no usa más que el color violeta; el Diácono deja la Dalmática, y el Subdiácono la Túnica. Antiguamente se llegó a usar el color negro en varios lugares, como Tours, Mans, etc. Este duelo de la Iglesia indica claramente con cuánta verdad se asocia a los verdaderos Israelitas que esperaban al Mesías en la ceniza y el cilicio, y lloraban la gloria eclipsada de Sión, y el "cetro arrebatado a Judá, hasta que venga el que ha de ser enviado, el que es el ansia de las naciones'". Significa también las obras de penitencia por las que se prepara al segundo Advenimiento lleno de dulzura y misterio, que se realiza en los corazones en la medida que aquellos se muestran sensibles a la ternura que les manifiesta este divino Huésped que dijo: Mis delicias son estar con los hijos de los hombres

Finalmente traduce el desconsuelo de esta viuda, en espera del Esposo que tarda en llegar. Cual la tórtola, gime sobre la montaña, hasta sentir la voz que la ha de decir: "Ven del Líbano, Esposa mía; ven y serás coronada, porque has herido mi corazón"2.

La Iglesia suspende también durante el Adviento, fuera de las fiestas de los Santos, el empleo del Himno angélico: Gloria in excelsis Deo, et in térra pax hominibus bonae voluntatis. Efectivamente, este maravilloso cántico se oyó por vez primera en Belén en la gruta del Niño Dios; la lengua de los Angeles permanece todavía muda; la Virgen no ha depositado aún su divina carga; no es tiempo todavía de cantar, aún no es propio entonar: "¡Gloria a Dios en las alturas! ¡en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!"

Tampoco deja oir el Diácono al fin de la Misa aquellas solemnes palabras con que despide a la asamblea de los fieles en tiempo ordinario: Ite, missa est. En su lugar exclama: Benedicamus Domino! como si la Iglesia tuviese miedo de interrumpir la oración de los fieles, que no debería ser nunca demasiado larga en estos días de espera.

En el Oficio Nocturno, la Santa Iglesia suspende también, durante estos días, el cántico jubiloso del Te Deum laudamus. Espera en la humildad el don divino y por eso durante esta expectación no sabe hacer otra cosa que pedir, suplicar y esperar. Ya llegará la hora solemne en que el Sol de justicia aparezca de repente en medio de las más oscuras tinieblas: entonces recobrará ella su voz de acción de gracias; y el silencio de la noche hará eco, en toda la tierra, a este grito de entusiasmo: "Te alabamos, oh Dios; te ensalzamos, oh Señor. ¡Oh Cristo, Rey de la gloria, Hijo eterno del Padre! para libertar al hombre no tuviste horror al seno de una pobre Virgen."

Los días de feria, antes de terminar cada hora del Oficio, las Rúbricas del Adviento prescriben oraciones especiales que se deben hacer de rodillas; en esos mismos días el Coro debe permanecer también en esa postura durante una buena parte de la Misa. Bajo este aspecto, las prácticas del Adviento son idénticas a las de la Cuaresma.

No obstante eso, existe un rasgo característico que distingue a estos dos tiempos: el canto de la alegría, el jubiloso Alleluia no queda suspendido durante el Adviento, a no ser en los días de feria. Continúa cantándose en la Misa de los cuatro domingos, formando contraste con el sombrío color de los ornamentos. Incluso hay una dominica, la tercera, en que el órgano recupera su amplia y melodiosa voz y el triste color violeta es reemplazado unas horas por el color de rosa.

Este recuerdo de las alegrías pasadas, que es bastante frecuente en las santas tristezas de la Iglesia, es también suficientemente elocuente para significar que, aunque se una al pueblo antiguo para implorar la venida del Mesías y pagar de esta manera la gran deuda que la humanidad ha contraído con la justicia y bondad divinas, no olvida a pesar de todo, que el Emmanuel ha venido ya para ella, que está a su lado y que antes de que mueva los labios pidiendo redención, se encuentra ya rescatada y señalada para la unión eterna con su Esposo. He ahí por qué el Alleluia se mezcla con sus suspiros y las alegrías con las tristezas, en espera de que el gozo venza al dolor en aquella sagrada noche, que será más radiante que el más esplendoroso día.
-

CAPITULO III 
PRÁCTICA DEL ADVIENTO

VIGILANCIA. — Si nuestra Madre, la Santa Iglesia, pasa el tiempo del Adviento ocupada en esta solemne preparación al triple Advenimiento de Jesucristo; si, como las vírgenes prudentes, permanece con la lámpara encendida para la llegada del Esposo; nosotros, que somos sus miembros e hijos, debemos participar de los sentimientos que la animan y hacer nuestra esta advertencia del Salvador: "Cíñase vuestra cintura como la de los peregrinos; brillen en vuestras manos antorchas encendidas; y vosotros sed semejantes a los criados que están en espera de su amo'". En efecto, la suerte de la Iglesia es también la nuestra; cada una de nuestras almas es objeto, por parte de Dios, de una misericordia y de una providencia semejantes a las que emplea con la misma Iglesia. Si ella es el templo de Dios, es porque se compone de piedras vivas; si es la Esposa, es porque está formada por todas las almas invitadas a la unión eterna con El. Si es cierto que está escrito que el Salvador conquistó a la Iglesia con su sangre, cada uno de nosotros hablando de sí mismo puede decir como San Pablo: Cristo me amó y se entregó por mí. Siendo, pues, idéntica nuestra suerte, debemos esforzarnos, durante el Adviento, en asimilar los sentimientos de preparación que vemos embargan a la Iglesia.

ORACIÓN. — En primer lugar, es un deber nuestro el unirnos a los Santos del Antiguo Testamento para pedir la venida del Mesías y pagar así la deuda que toda la humanidad tiene contraída con la misericordia divina. Para animarnos a cumplir con este deber, transportémonos con el pensamiento al curso de estos miles de años, representados por las cuatro semanas del Adviento y pensemos en aquellas tinieblas, en aquellos crímenes de toda clase en medio de los cuales se movía el mundo antiguo. Nuestro corazón debe sentir con la mayor viveza el agradecimiento que debe a Aquel que salvó a su criatura de la muerte y que bajó hasta nosotros para ver más de cerca y compartir todas nuestras miserias, fuera del pecado. Debe clamar con acentos de angustia y de confianza, hacia Aquel que se dignó salvar la obra de sus manos, pero que quiere también que el hombre pida e implore por su salvación. Que nuestros deseos y nuestra esperanza se dilaten, pues, con estas ardientes súplicas de los antiguos Profetas que la Iglesia pone en nuestros labios en estos días de espera; abramos nuestros corazones hasta en sus últimos repliegues a los sentimientos que ellos expresan.

CONVERSIÓN. — Cumplido este primer deber, pensaremos en el Advenimiento que el Salvador quiere hacer en nuestro corazón: Advenimiento, como hemos visto, lleno de dulzura y de misterio, y que es consecuencia del primero, puesto que el Buen Pastor no viene solamente a visitar a su rebaño en general, sino que extiende sus cuidados a cada una de sus ovejas, aun a la centésima que se había extraviado. Ahora bien, para captar todo este inefable misterio, es necesario tener presente que así como no podemos ser agradables a nuestro Padre celestial sino en la medida que ve en nosotros a Jesucristo, su Hijo, este divino Salvador tan bondadoso se digna venir a cada uno de nosotros para transformarnos en El, si lo consentimos, de suerte que no vivamos ya nuestra vida sino la suya. Este es el objetivo del Cristianismo, la divinización del hombre por Jesucristo: tal es la tarea sublime impuesta a la Iglesia. Con S. Pablo dice Ella a los fieles: "Vosotros sois mis hijitos; pues os doy un nuevo nacimiento para que Jesucristo se forme en vosotros".

Pero, lo mismo que al aparecer en este mundo, el divino Salvador se mostró primeramente bajo la forma de un débil niño, antes de llegar a la plenitud de la edad perfecta necesaria para que nada faltase a su sacrificio, del mismo modo tratará de desarrollarse en nosotros. Ahora bien, es precisamente en la fiesta de Navidad cuando quiere nacer en las almas y cuando derrama sobre su Iglesia una gracia de Nacimiento, a la cual todos no son ciertamente fieles. Porque mirad la situación de las almas a la llegada de esta inefable fiesta. Las unas, el número más reducido, viven plenamente de la vida de Jesucristo que está en ellas y aspiran continuamente a crecer en esta vida. Las otras, en mayor número, están vivas ciertamente, por la presencia de Cristo, pero enfermas y endebles por no desear el aumento de esta vida divina; porque su amor se ha resfriado. Los demás hombres no gozan de esta vida, están muertos; porque Cristo dijo: Yo soy la vida.

Ahora bien, durante los días de Adviento pasa llamando a la puerta de todas estas almas, bien sea de una manera sensible, o bien de una manera velada. Les pregunta si tienen sitio para El, para que pueda nacer en ellas. Y, aunque la posada que reclama sea suya, porque El la construyó y la conserva, se queja de que los suyos no le quisieron recibir al menos la mayo - ría de ellos.

Por lo que toca a aquellos que le recibieron, les dió poder para hacerse hijos de Dios y no hijos de la carne o de la sangre.


Preparaos, por tanto, vosotras, almas fieles, que le guardáis dentro de vosotras como un preciado tesoro y que desde tiempo atrás no tenéis otra vida que su vida, otro corazón que su corazón, otras obras que sus obras, preparaos a verle nacer en vosotras más hermoso, más radiante y más poderoso que hasta ahora lo habíais conocido. Tratad de descubrir en las frases de la santa Liturgia esas palabras misteriosas que hablan a vuestro corazón y encantan al del Esposo.

Ensanchad vuestras puertas para recibirle nuevamente, vosotras que le tenéis ya dentro pero sin conocerle; que le poseéis pero sin gozarle. Ahora vuelve a venir con renovada ternura; ha olvidado vuestros desdenes; quiere renovarlo todo3. Haced sitio al divino Infante; porque querrá crecer en vosotras. Se aproxima el momento: despiértese, pues, vuestro corazón; cantad y estad alerta, no os vaya a encontrar dormidas a su paso. Las palabras de la Liturgia son también para vosotras; hablan de tinieblas que sólo Dios puede deshacer, de heridas que sólo su bondad puede curar, de enfermedades que únicamente pueden sanar por su virtud.

Y vosotros, cristianos, para quienes la buena nueva es como si no existiera, porque vuestros corazones están muertos por el pecado, bien se trate de una muerte que os aprisiona en sus cadenas desde hace mucho tiempo, o bien de heridas recientes: he aquí que se acerca el que es la vida. "¿Por qué habréis de preferir la muerte? El no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva'". La gran fiesta de su Nacimiento será un día de universal misericordia para todos los que quieran recibirle. Estos volverán con El a la vida; desaparecerá toda su vida anterior, y la gracia superabundará allí donde la iniquidad había abundado2.

Y si la ternura y suavidad de este misterioso Advenimiento no te seduce, porque tu recargado corazón no es capaz todavía de experimentar confianza, porque, después de haber sorbido la iniquidad como el agua, no sabes lo que es aspirar por amor a la caricias de un Padre cuyas llamadas has despreciado: entonces debes pensar en ese otro Advenimiento terrorífico que ha de seguir al que se realiza silenciosamente en las almas. Escucha los crujidos del Universo ante la proximidad del Juez terrible; contempla los cielos huyendo ante tu vista, desplegándose como un libroaguanta, si puedes, su aspecto, su mirada deslumbrante; mira sin estremecerte la espada de dos filos que sale de su boca2; escucha, por fin, esos gritos lastimeros: ¡Oh montes, caed sobre nosotros, oh rocas, cubridnos, apartadnos de su vista amenazadora!3 Estos gritos son los que lanzarán en vano aquellas desgraciadas almas que no quisieron conocer el tiempo de su visitaPor haber cerrado su corazón al Hombre-Dios que lloró sobre ellas, ¡tanto las amaba! bajarán ahora vivas al fuego eterno, cuyas llamas son tan ardientes que devoran los frutos de la tierra y los más ocultos fundamentos de las montañas 5.

Allí es donde roe el gusano eterno de un pesar que no muere nunca.

Aquellos, pues, que no se conmueven ante la dulce noticia de la próxima venida del celestial Médico, del Pastor que generosamente da la vida por sus ovejas, mediten durante el Adviento en el tremendo pero innegable misterio de la Redención humana, inutilizada por la repulsa que de ella hace con frecuencia el hombre. Calculen sus fuerzas y, si desprecian al Infante que va a nacer', consideren si serán capaces de luchar con el Dios fuerte el dia que venga, no a salvar, sino a juzgar. Y para conocer mejor a este Juez, ante cuya presencia temblará todo el mundo, pregunten a la Santa Liturgia; allí aprenderán a temerle.

Por lo demás, este temor no es sólo propio de los pecadores, es un sentimiento que debe experimentar todo cristiano. El temor, si va solo, hace esclavos; si le.acompaña el amor, dice bien del hijo culpable que busca el perdón de su irritado padre; aun cuando el amor lo arroje fuera¿, a veces reaparece como un rayo pasajero, para conmover felizmente el corazón del alma fiel hasta sus más íntimos fundamentos. Entonces siente revivir en sí el recuerdo de su miseria y de la gratuita misericordia del Esposo. Nadie, por tanto, debe dispensarse, en este santo tiempo de Adviento, de asociarse a estos santos temores de la Iglesia, quien por muy amada que sea, exclama con frecuencia en su Liturgia: ¡Atraviesa, Señor, mi carne con el aguijón de tu temor! Pero sobre todo será útil esta parte de la Liturgia, a los que comienzan a darse al servicio divino.

De todo esto se puede sacar en consecuencia, que el Adviento es un tiempo dedicado principalmente a los ejercicios de la Vía purgativa; esto significa bien aquella frase de San Juan Bautista, que la Iglesia repite con tanta frecuencia durante este santo tiempo: ¡Preparad los caminos del Señor! Que cada uno de nosotros trabaje, pues, seriamente en allanar el camino por donde ha de entrar Cristo en su alma. Los justos, siguiendo la doctrina del Apóstol, olviden lo que han hecho en el pasado y trabajen con nuevos ánimos. Apresúrense los pecadores a romper los lazos que los cautivan, las costumbres que los dominan; mortifiquen la carne, comenzando el duro trabajo de sujeción al espíritu; oren sobre todo con la Iglesia; de esta manera, cuando venga el Señor, tendrán derecho a esperar que no pase de largo por su puerta, sino que entre; puesto que ha dicho, dirigiéndose a todos: "He aquí que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abriere, entraré en su casa.".




-

Anotaciones
[1] La proclamación del dogma de la divina Maternidad en Efeso (431) dió un fuerte impulso al culto mariano y una gran celeridad a la conmemoración del Nacimiento del Señor. Efectivamente, poco tiempo después del Concilio de Nicea (325) la Iglesia romana instituía la fiesta de Navidad y la fijaba para el 25 de diciembre: pero los primeros elementos del Adviento los tomó del Oriente.

-


[2] Según los últimos trabajos de los Llturglstas, se pueden señalar testimonios todavia más antiguos que éste. Por ejemplo, un fragmento de un texto de San Hilarlo, por consiguiente anterior a 366, dice que "la Iglesia se prepara a la Vuelta anual del Advenimiento del Señor por un misterioso tiempo de tres semanas". El Concilio de Zaragoza, a su vez, en 380, obliga a los fieles a asistir a los oficios divinos desde el 17 de diciembre al 6 de enero. Dentro de este periodo de 21 días, los días que preceden a Navidad formaban un marco adecuado para prepararse a esta fiesta, constituyendo una especie de Adviento. Pero como en el siglo iv se habia introducido la costumbre de considerar la Epifanía y aun la Natividad como fiestas bautismales, podríase tratar aquí sólamente de una preparación para el bautismo y no de una liturgia de Adviento. Durante el siglo v, en Orlente, en Ravena, en las Gallas y en España se celebraba una fiesta de Nuestra Señora el domingo anterior a Navidad y a veces también una fiesta del Precursor el domingo precedente. Acaso se diera también allí una breve preparación a Navidad, un primitivo Adviento, a no ser que se trate de una simple ampliación de la fiesta de Navidad. Finalmente, el "Rollo de Ravena" cuyo autor pudiera ser San Pedro Crisólogo (433-450) contiene 40 oraciones que muy bien podrían servir de preparación a la fiesta de Navidad.
-

[3] Hay que notar también que este ayuno no era exclusivo del tiempo de Adviento, pues, entre Pentecostés y mitad de febrero, los fleles ayunaban dos veces a la semana y tres los monjes. El carácter penitencial del Adviento no le fué viniendo sino poco a poco, a causa de la analogía que ofrecía este período con el de la Cuaresma.


-

[4] Tal vez existía ya el ayuno en España en esta época. Una carta de hacia el 400, nos habla de tres semanas que concluyen el año, hasta comenzar el nuevo, comprendiendo las fiestas de Navidad y Epifanía, durante las cuales conviene darse al retiro y a las prácticas ascéticas: la oración y la abstinencia (Rev. Ben. 1928, p. 289). Las Iglesias orientales que recibieron de Occidente la fiesta de la Natividad de N. S. Jesucristo, adoptaron también en el siglo vm el ayuno de Adviento.


Fuente: Católicos Alerta.